¿Qué quiere decir enseñanza de la filosofía?
Vayamos al grano: no me pregunto si puede enseñarse nuestra disciplina, o si puede ser objeto de tal o cual tratamiento didáctico, todos sabemos lo que dijo al respecto el viejo maestro de Könisberg. Quiero ir a lo esencial. Y lo esencial para nosotros, profesores de filosofía, es elegir entre ofrecer a nuestros estudiantes un completo compendio de contenidos y un repertorio de procedimientos y técnicas para pensar críticamente (lo más lleno y acabado posible) o bien proporcionarles la oportunidad y el espacio en el aula para ejercer directamente el pensamiento crítico.
La primera opción es la más cómoda para el docente. Puede con ello programarse el aprendizaje sin dificultad, puede constatarse su existencia sin gran esfuerzo, puede secuenciarse su progreso con cierta probabilidad y puede evaluárselo de manera aceptablemente objetiva. Y sin embargo, sabemos, con percepción íntima e instantánea, sin necesidad de mucho razonamiento, de forma casi a priori, apenas atendiendo a la etimología de nuestra disciplina, que ese no es el camino verdadero. Lo sabemos.
Enseñar la filosofía según la otra opción, hacer filosofía en el aula, es lo más difícil, lo más costoso en tiempo y en seguridad, lo más inacabable e inestable, lo más gravoso de ajustar al sistema, lo más costosamente programable, constatable, secuenciable y evaluable, pero ¿es posible enseñar la filosofía sin enseñar a filosofar?
No basta el texto clásico, ni la famosa doctrina, ni el nombre egregio, ni el reportaje histórico. Incluso sobran al lado de la clara certeza, el firme razonamiento, el sólido y atractivo problema bien planteado y bien conceptualizado.
Pero ¿cómo? Claro. ¿Cómo?...
La filosofía es una actividad, es una búsqueda del pensamiento luminoso, de la sabiduría. No hay más camino de acceso que el camino del verbo, de la acción, del pensar. Del pensamiento vivo y recreado en el aula, en la calle, en todo espacio público donde pueda vivir la razón.
Luis Fernández Navarro
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