Se ha traducido recientemente “La Comunidad Filosófica”, el libro al que Onfray ha llamado “manifiesto por una universidad popular”. Un manifiesto no es más que una declaración pública, pero este libro, por su voluntad provocadora, por su carácter agresivo y por su intención difamatoria, más merece figurar en el género del panfleto. La “Comunidad Filosófica” es ciertamente un libro notable, de fácil y amena lectura, interesante, pleno de garra, incisivo, agudo y... desproporcionado, redactado en tensión, con apasionamiento y cierta falta de lógica.
Onfray aspira a un nuevo tipo de Jardín, esta es la obertura, un Jardín virtual y en el mundo (cosa que los principios epicúreos no permitían), una antirrepública, una microcomunidad de resistentes. Y la enseñanza de la filosofía es la llave.
Con respecto a este punto, Michel Onfray, brillante escritor, es brillante en su panfleto. Aboga por una enseñanza filosófica basada en el espíritu y no en la letra del pensamiento; abomina de la enseñanza funcionarial, que vive en la repetición expurgada de las doctrinas y es pagada por el estado; busca renovar el ideal clásico de la transfiguración espiritual, la vida filosófica como prueba de la doctrina y no como legitimadora del vínculo social establecido. En este capítulo, abre fuego demoledor contra la filosofía francesa contemporánea. Los Henri Levy, Finkelkraut, Ferry, Comte-Sponville y otros, nuevos filósofos e hijos de los nuevos filósofos, son descalificados como servidores del sistema. Antimarxismo de izquierdas, dice, adhesión al liberalismo por el anticomunismo radical, liquidación de cualquier posibilidad de una izquierda digna de ese nombre. Entre las consecuencias de todo ello se citan los males de la sociedad contemporánea: miseria, desocupación, pobreza, pauperización, guerra, precariedad, neofascismo y populismo. Sin duda que las ideas de estos nuevos filósofos deben ser poderosas, a juzgar por este panorama al que contribuyen, y, sin embargo, se las descalifica como insignificantes, simples, sentido común popular, mezcla de moral laica y valores judeocristianos, kantismo sin Prozac triturado en un estilo periodístico cuyo objetivo es justificar el mundo tal cual es, cual nuevos idiotas útiles sin pensamiento, tesis, posiciones críticas, propuestas éticas, ontológicas, políticas alternativas, utopías ni mundos nuevos. Nunca con tan poco se ha conseguido tanto, pues.
Según Onfray, hay dos líneas de filósofos: una de aficionados al poder, otra de resistentes. El término medio no es posible: o las prácticas de falsificación al servicio de la reproducción del sistema social (filosofía emasculada) o el regreso al aire libre del cuestionamiento y las preguntas deflagradoras. En la primera opción se encuadra la enseñanza de la filosofía rigurosamente enmarcada y reglamentada por el estado en sus instituciones oficiales. En la segunda opción, la Universidad Popular.
La filosofía oficial es disciplina que corona y no que acompaña el desarrollo de la educación. No comienza en la primaria (no hay edad para filosofar) y se basa en los clásicos reconocidos, en la historiografía filosófica oficial a la que Onfray opone una alternativa dando lugar a un doble catálogo de buenos y malos autores (transvaloración al estilo nietzscheano). Esta filosofía, confiscada por la institución y la Universidad, debe descender a la calle, pero aquí viene la segunda andanada inmisericorde: su lugar no es el café filosófico y otros antros similares.
El café filosófico, según Onfray, peca gravemente al prescindir de los contenidos, que son indispensables para practicar correctamente la filosofía (curioso, una nueva ortodoxia en ciernes por el horizonte). El café filosófico es una vía muerta, sin salida. Los temas se eligen de manera falsamente democrática, se toman de la actualidad más inmediata o de la psicobiografía del orador más decidido. Se improvisa, la palabra sale de un grifo siempre abierto, sin proyecto demostrativo o comunicativo, el sesgo anárquico deviene pugilato, diván individual o colectivo, escenario de Narcisos, psicodrama, tribuna libre de lugares comunes, tanto da cuento o pamplina, no hay prolongamiento teórico sino anécdota, pequeños sucesos existenciales legitimadores de un "happening". ¿Es posible decir más? Pues sí, que el café filosófico no tiene por modelo el ágora griega (ese modelo tan a nuestro alcance, dicho sea con ironía) sino el debate televisivo sobre temas de sociedad. Más que filosofía, es socialización mediante la filosofía. No se reconoce un deber de reflexionar antes de hablar, de pensar antes de expresarse. ¿Para qué? Tengo ideas, luego pienso...
Si alguien ha participado alguna vez en este sucedáneo de la televisión sin focos, más vale que vaya arrepintiéndose...
Así que, la Universidad, que cree filosofar con su perpetuo entreglosar los textos clásicos instituidos, tiene aquí, en el café filosófico, su anverso parroquiano. Ambas son maneras de evitar la filosofía.
¿Cómo volver a ella, como regresar al aire libre, lejos de la atmósfera confinada de las celdas de la historiografía y la escolarización oficial? A través de la práctica vital, por supuesto, abandonando la tanatofilia y el incestuoso comentar comentarios de los eruditos, entregando la filosofía al pueblo, practicando la exogamia. Llama la atención que en este punto, Onfray, tras descalificar el café filosófico por su ausencia de contenidos, nos revele que no hay temas específicamente filosóficos, sino tratamientos filosóficos para todas las interrogaciones posibles. ¿Se aproxima de nuevo al café? No. El cualquier-cosa-conceptual del café filosófico adolece por lo corriente (así debe ser en Francia) de una dirección formada en la filosofía. La alternativa es la Universidad Popular, para la que, paradójicamente, no se precisan títulos o diplomas. La Universidad Popular es un aula pública de exposición y debate, porque la filosofía es de quienes se adueñan de ella. Eso sí, fuera del café.
Este es en resumen el proyecto de Michel Onfray para la enseñanza de la filosofía. Ni a favor ni en contra (?) de la Universidad; ni a favor ni en contra (?) del café filosófico, sino en frente, en otro lugar. De la Universidad, la excelencia de los contenidos (pero ¿quién marca esta excelencia cuando no hay temas propiamente filosóficos?); del café filosófico, la libertad de entrar y salir (pero ¿cómo, sin selección, evitar contaminarse entonces de la vulgaridad?).
No me pregunten cómo, pero el proyecto funciona: ya hay seis universidades populares entre Francia y Bélgica.
Luis Fernández Navarro